miércoles, 30 de septiembre de 2009

Bosquejo

Mi madre alguna vez fue una mujer de carácter fuerte. Esa es la imagen que tengo de ella cuando recuerdo algunos momentos de mi infancia. Mi madre, como muchas madres de su generación, cumplió un ambiguo papel en el hogar. Era madre, padre y adolescente ilusa. Todo a la vez. Increíble. Mi madre en cierta época de mi vida fue madre, como todas. Me enseño a leer, me vestía con ojos expectantes, me daba teta y me preparaba mi sopita de carne molida. Hasta que apareció su madre en mi vida. En otra temporada sin dejar de ser madre, era padre también. Me sacaba la mugre, me pegaba con lo primero que encontraba. Todo elemento doméstico podía ser usado en mi contra. Felizmente medía sus fuerzas. Y siempre por las noches era una adolescente ilusa, que pensaba en voz alta, narradora de mil historias de amores y desamores, la búsqueda del príncipe azul, nunca fue un tema que me interesara, pero la escuchaba, a ella y a José Luis Perales que le susurraba al oído. Ahí, mientras masajeaba sus manos o sus pies o su cabeza o alguna parte del cuerpo que se le ocurriera. Mi madre dormía conmigo. Y dormimos todos juntos, mi madre, mi hermano menor y yo en la misma cama por diez años. Así, que podría decirse que conocía a mi madre.

¿He dicho que tenía carácter? Si. Sin dudarlo lo tenía. Alguna vez por un sueño que tuve, quise irme de casa. Sólo quería caminar, llegar a las montañas, encontrar en el camino a una niña de cabellos castaños y de piel de color Alicia que se una al viaje, caminar desnudos al borde del precipicio, hasta ser atacados por una abeja gigante y salvarla. Ese sueño lo tengo presente. Luego de salvarla, la niña se iba con un amigo mío. Ese amigo en mi sueño era Paul Pfeiffer. El punto es que quería irme de casa y tener una experiencia parecida. Escribí una carta de despedida.

Mi madre la encontró a las horas, ya que ingenuamente la había escrito en mi cuaderno de matemáticas y las madres siempre revisan los cuadernos de matemáticas. Entonces le dio un vistazo a las primeras líneas y luego me miró. Sabiamente me dijo: ¡Ten cuidado o te saco la mierda, carajo! Desbaratando cualquier tentativa de fuga. En otra ocasión mi abuela me pegó. Me pegó y yo ya estaba cansado de que me pegaran. Y ahí, frente a ella, a mi tía y su esposo y también a los vecinos que miraban por su balcón, destruí la casa. Destruir una casa es todo un proceso, pero para mí fuerza infantil lo que hice fue destruir la casa. Tire la mesa, en realidad la volteé, pateé las sillas, en realidad las empuje, desordené los muebles de la sala, en realidad solo desarregle sus fundas. Todo gritando y llorando con verdadera rabia. Ellos comprendieron y me calmaron, aunque la del castigo fue mi abuela, todos los presentes me dijeron que nunca más me iban a pegar, que los disculpara. Me sentí realizado como niño. Días después provoqué la furia de mi madre, con la intención de que observara de lo que ahora yo era capaz. Así lo hice. Sin embargo mi madre me sacó más la mierda. Nunca más intenté manipularla con mis travesuras. Ella me pegaba duro.

Ahora mi madre ya no posee esa cualidad. Es más bien sumisa, condescendiente, comprensiva. Tampoco es una adolescente ilusa. Encontró al príncipe azul. Fui testigo de ello la noche que llegó llorando en silencio para que mi abuela no la escuchara. No para no preocuparla, sino para evitar mostrarse débil y vulnerada. Yo si la vi. Y a mí si me dijo lo que había pasado. Yo era un niño que jugaba sin medir las consecuencias, un niño que sólo lloraba porque algún problema de matemáticas no me salía y ya eran las cuatro de la noche, un niño que pensaba que todas la mujeres de mi casa sólo podían tener afectos para mí. Descubrí que ya no era así. Mi madre lloraba como la adolescente ilusa que a escondidas era y que desde ese momento dejó de ser. Por otro lado, yo empecé a enterarme de qué trataban las relaciones de pareja.

1 comentario:

Jhonny dijo...

Hermano felicitaciones por este escrito, realmente me divertío. Pero porfa continúalo.