miércoles, 7 de octubre de 2009

La tarde

Todo. El cielo, el mar y el sonido de la tarde, le hacía recordar los años pasados. La misma banca, el mismo muelle, los mismos niños. Todo era igual menos el amor. Lo sabían bien, pero no insistían en tocar el tema. Habían pasado más de tres años desde que él dejó a su familia, a la mujer que amó como a nadie, a los hijos que tanto engreía por las mañanas, a las salidas sabatinas que llenaban sus manos de regalos, a los desayunos que preparaban todos juntos y juraban repetir hasta la eternidad, a los bailes burlescos al pie de la ventana a la vista de algún sorprendido anciano o escandalizado peatón.

Los había abandonado, quería empezar a ser lo que nunca pudo ser y siempre soñó. Pero estaba en el mismo punto de partida de siempre.

Era 4 de agosto. Cumpleaños de de Nara, la hija menor de ambos. Cumplía siete años y le había llevado aquel extraño pedido que su adorada hija le hizo, una mezcla de juguete infantil y accesorio pre-púber que estaba tan de moda en los países de Europa y que él nunca pudo llegar a comprender. En realidad, hacía tiempo que él había dejado de comprender las cosas a su alrededor. También le regaló una colección completa de los primeros cuentos de Hans Christian Andersen. Su pequeña Nara no se emocionó tanto con el último obsequio. No te preocupes, si le ha gustado, le dijo ella mirándolo con la pizca de ternura que aun le infundía a pesar de todo, aunque más que ternura era eso mezclado con lastima. Si le ha gustado, sólo que está tardando en apreciar la lectura como tú. Algo le decía que nunca apreciaría aquello que años pasados soñaba con inculcar a sus hijos. Pero no lo reprochaba en absoluto. A fin de cuentas, las había abandonado.

Soy un mal padre, ¿cierto?, pregunto cómo quien formula una cuestión en una reunión de poetas decadentes, ebrios y sin fuerzas para responderla. Hacía cinco años, era un padre modelo, el padre que siempre quiso ser para sus hijos, el padre que él nunca tuvo, el modelo de padre que permitiría romper el círculo vicioso de todos los hombres de su familia. Aquel que siempre prometió no repetir en su descendencia. Pero una tarde de verano, cogió sus cosas, casi nada, lo que creyó indispensable para su nueva vida, aquella vida que le daría la paz espiritual que ingenuamente anhelaba, mejor dicho aquella vida que lo llenaría de las situaciones extremas previas a la paz, y se fue. Qué quieres que te diga, respondió ella con nostalgia.

Y así como se hizo la luz, se hizo el silencio. Un silencio anterior a todo tiempo.

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